Hay un cambio silencioso que atraviesa nuestra época.
Las personas ya no leen como antes. No es una pérdida de interés, sino un síntoma de adaptación. El mundo se mueve a una velocidad donde el texto, por sí solo, parece no alcanzar.
La lectura ha cedido terreno a la inmediatez del sonido: al video, al pódcast, a la voz que explica.
El ser humano contemporáneo ya no busca descifrar, sino comprender sin esfuerzo. Prefiere que se lo cuenten, que se lo muestren.
En una época donde cada segundo es codiciado, el formato audiovisual se ha convertido en el nuevo vehículo del pensamiento. Las redes y los mensajes con voz sintética son los nuevos libros que llevamos en el bolsillo. El ojo mira, el oído escucha, y la mente absorbe sin fricciones. Es el precio y la ventaja de vivir en el tiempo del ruido, donde la atención es el bien más escaso.
Pero adaptarse no es rendirse. El que quiera comunicar hoy debe comprender que el lenguaje ha mutado. No se trata solo de escribir bien, sino de darle voz y cuerpo a lo que se escribe.
Así como el sabio antiguo hallaba claridad en el silencio, el creador moderno debe traducir su mensaje a formatos que respiren con la época. Un texto puede ser un refugio, pero su eco se multiplica cuando vibra en un audio o en un video que emocione, que acompañe, que piense junto al espectador.
El nuevo arte de comunicar consiste en esto: devolverle cuerpo a la palabra escrita. Decir menos, pero hacerlo sonar y moverse.